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Bajo el cerezo en flor

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Bajo el Cerezo en Flor


En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía un joven llamado Santiago. Trabajaba como carpintero, creando muebles con el mismo esmero con el que soñaba con un amor que llenara su corazón. En el mismo pueblo, se encontraba Elena, una profesora de literatura con una pasión por la poesía. Nunca se habían conocido, pero el destino tenía otros planes.


Una tarde de primavera, mientras Santiago paseaba por el bosque buscando madera, escuchó una suave melodía: era la voz de Elena recitando poesía bajo un cerezo en flor. Se detuvo, hipnotizado por las palabras que se deslizaban en el aire como un susurro divino.


Elena recitaba:

“Bajo el cielo abierto, mi alma canta,

busca entre los vientos un corazón que aguanta,

la soledad de días que pasan sin fervor,

esperando, paciente, el milagro del amor.”


Santiago, conmovido, dejó caer las herramientas que llevaba. El sonido hizo que Elena girara, sorprendida por su presencia. Sus ojos se encontraron, y en ese instante, ambos sintieron que el mundo alrededor se desvanecía.


—Perdona, no quise interrumpir —dijo Santiago, nervioso pero con una sonrisa sincera.

—No te preocupes. ¿Te gusta la poesía? —preguntó Elena con curiosidad.

—No mucho... hasta ahora —respondió él, haciendo que ella riera suavemente.


Ese encuentro casual fue el inicio de algo hermoso. Cada tarde, Santiago regresaba al bosque, esperando encontrar a Elena. Ella, intuyendo su llegada, llevaba consigo un nuevo poema que recitaba bajo el cerezo, sabiendo que él estaría escuchando.


Un día, Santiago le respondió con un poema propio:

“En la madera tallo mis sueños,

con manos que buscan en el silencio,

un rostro, un nombre, un susurro eterno,

y ahora, tus versos son mi sustento.”


Elena, sorprendida por la profundidad de sus palabras, sintió que algo en su interior florecía. Había encontrado no solo un oyente, sino un alma que entendía su mundo de palabras y emociones.



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Un Amor Bajo las Estrellas


Con el tiempo, su conexión se profundizó. Elena le enseñó a Santiago a amar la poesía, y él le mostró cómo encontrar belleza en las cosas simples de la vida, como el olor de la madera recién cortada o el sonido del río al amanecer.


Una noche, mientras caminaban juntos, se detuvieron en un claro desde donde podían ver todo el pueblo iluminado por la luz de las estrellas. Santiago, armado con valor, tomó las manos de Elena y le dijo:

—Elena, cada poema que recitas es como un pedazo de mi alma que no sabía que existía. Quiero pasar cada día contigo, escribir nuestra propia historia.


Elena, con lágrimas en los ojos, respondió:

—Santiago, nunca imaginé encontrar a alguien que entendiera mi corazón como tú. Eres mi verso más bello.



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El Poema Final


Pasaron los años, y su amor se convirtió en leyenda en el pueblo. Decían que, en las noches de primavera, si caminabas por el bosque, podías escuchar sus voces recitando poesía bajo el cerezo.


Antes de su boda, escribieron un poema juntos:


*“En los senderos del destino nos encontramos,

dos almas perdidas que al fin se abrazaron.

Tus manos, mi refugio; tus versos, mi hogar,

en este poema de amor que nunca va a acabar.


Que el tiempo se detenga en este momento,

que la luna sea testigo de nuestro juramento,

porque en cada palabra, en cada latido,

estamos tú y yo, para siempre unidos.”*


Ese poema se grabó en la madera de un banco que Santiago talló con sus propias manos, y el cerezo en flor se convirtió en el símbolo de su amor eterno.


Aunque el tiempo pasó, y ellos dejaron este mundo, su historia sigue viva en las palabras y en los corazones de quienes creen en el poder del amor y la poesía.


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